lunes, 28 de enero de 2008

Ouzo de Lesbos


Hacía calor en Tesalónica aunque estábamos a principios marzo. Kostas se empeñó en que tomáramos un giros en una terraza frente al mar antes de acompañarme al aeropuerto. Comí todo lo que pude -aunque no es mi comida favorita-, pero aún así el plato seguía tan lleno como al principio. Kostas me miró con un deje de desaprobación pero no dijo nada y emprendimos ruta hacia el aeropuerto. Antes de despedirnos me regaló una botella de vino griego, detalle que aprecié sinceramente porque no conozco los vinos de esa tierra y porque, todos lo saben, me encanta el vino. Sólo los griegos y los marroquíes tienen este tipo de detalles cuando los visitas. ¡Viva la hospitalidad mediterránea! En ese momento lamenté no haberme reventado comiendo giros para hacerle más aprecio.


Al llegar a Atenas encontré una ciudad tan caótica como siempre pero con la complejidad añadida de las obras pre-olímpicas. No se podía creer que fuera a darles tiempo a terminar antes del verano. Dimitris, siempre afable y atento, conducía por la ciudad como un loco, tocando el claxon e imprecando a todo el mundo. Los tres días en Atenas pasaron deprisa y, de nuevo en el aeropuerto, Dimitris me regaló otra botella de vino. Le agradecí mucho el obsequio, pero cometí el error de decirle que Kostas había tenido la misma idea. Su expresión cambió y quiso saber, ligeramente molesto, qué vino me había dado su compañero del norte del país. Al responderle noté que estaba calculando mentalmente cuál de los dos había escogido el mejor. Entonces volvió a su coche y me dio una botella del mejor Ouzo de la isla de Lesbos. De esta manera, su obsequio era aún mayor. ¡Dichosa envidia mediterránea!