jueves, 28 de mayo de 2009

El viaje de los friquis

Debí haber sospechado algo  cuando el taxista que me llevó a la estación se empeñó en mostrarme con primor la caja de herramientas de su maletero. Declaró con orgullo que su mujer y sus hijos tenían la misma llave floja-tuercas que él. Me ví obligada a felicitarle con convicción y total seriedad por su acertada elección de llaves afloja-tuercas.

Al sentarme en mi asiento en el tren, noté enseguida que el tipo trajeado de la fila de al lado olía, como En el Juez de los Divorcios de Cervantes, "a tres tiros de arcabuz". ¿Cómo es posible oler mal a las ocho de la mañana?

Cuando ví que el camarero del tren que repartía el menú tenía un tic incontrolable que le hacía guiñar los ojos alternativamente, empecé a pensar que éste iba a ser un viaje de friquis.

La confirmación llegó al embarcar en el vión: cuatro amigas en los cincuenta (o quizás los sesenta), salidas de un dibujo de Maitena, que seguro comparten cirujano y peluquero, intentaban sin éxito pronunciar las consonantes bilabiales cuando se decían unas a otras "enga chicas que nos amos".

El colmo fué tener que presenciar cómo mi vecina de asiento en el avión, despueś de haber devorado con fruición la bandeja de comida, echó todo el azucarillo en el diminuto tarrito de la leche y se lo bebió/comió con pasión.

Es en esos momentos cuando der verdad me gustaría poder dormir en los aviones.

Como dice Calocén, todos somos raros, sobre todo tú...